De Guaranda partió a las 5:30 a.m., en Flota Bolívar. Pasando todos los pueblitos, después de nueve horas y media de viaje, llegó a Santo Domingo.
Pero, ¡oh sorpresa! Guadalupe no conocía esta ciudad, mucho menos Río Caoní, zona donde iba a trabajar. Al llegar al terminal, pendiente de su maleta, iba de un lado para el otro averiguando a la gente cómo llegar a Río Caoní. Había personas que no conocían. Pero, probablemente, por suerte o por un poder divino “justo” aparece un habitante de dicho lugar, Luis.
Luis se ofrece a llevarla. De Santo Domingo al Km. 48 (la Independencia) en la cooperativa de buses La Ranchera. De la Independencia a la Abundancia “jalando dedo”, ya que los buses solamente pasaban en la madrugada. De la Abundancia a la Caoní en caballo. Montada en el equino con Luis pasó el río Sábalo y finalmente a su destino, el Río Caoní.
En un pueblo. Lleno de casas de madera. Alumbrado por mecheros. La familia Loor recibió a la nueva profesora con un fuerte abrazo y una gran sonrisa en su rostro. Los Loor eran los que presidían la comunidad. Por lo tanto fueron los encargados de ofrecerle techo a Guadalupe.
Subiendo una escalera, Guadalupe, ingresa a un cuarto grande, considerado como casa. Donde las telas cumplían las funciones de muros. Dividían al espacio en sala, cocina y dormitorio tanto para los niños como para sus padres. Guadalupe tuvo que acostumbrarse a dormir en litera, con uno de los tres hijos de los Loor.
Antes de dormir, un plato de yucas con la infaltable guanta y unos muchines de choclo (tortilla con queso) con un negro café pasado, la señora Estersita Loor le dio a Guadalupe. Quizá, para ella, ésta también, era una forma de agradecimiento por su llegada.
El día siguiente comenzaba. Como en la mayoría de comunidades rurales, las escuelas eran unidocentes. Guadalupe impartía clases a chicos y grandes en una misma aula. Sus labores se desempeñaban en dos jornadas.
Pasaron los días, los meses y los años, 8 en total. Guadalupe o “Lupita”, como le decían sus alumnos de cariño, se enseñó a usar letrinas, a lavar su ropa en el estero, a dormir con Jorgito, a vivir sin sus padres y sobre todo a valorar la independencia que tanto anhelaba.
Esa libertad que más que privaciones y “sufrimientos” fue una etapa única en su vida, llena de experiencias que le permitieron desde subirse a un caballo hasta ser el “ángel caído del cielo” en su nueva escuela (en la ciudad) y sobre todo en su hogar, con sus propias hijas.