29 diciembre, 2008

El caballo, la independencia y la vida

Pequeña y sudorosa. Su cabeza agachada. Su frente con ceño. Sus ojos cerrados. Con una mano en el hombro del peón y otra en las riendas. Toma un impulso y, después de tantos intentos, logra subirse por primera vez a un caballo. Emprendiendo el viaje que le cambiaría la vida.

Guadalupe, a los 19 años, decidió abandonar su casa. Con el único fin de encontrar su independencia. Y la “forma ideal” fue aceptando ser profesora en una comunidad rural.

De Guaranda partió a las 5:30 a.m., en Flota Bolívar. Pasando todos los pueblitos, después de nueve horas y media de viaje, llegó a Santo Domingo.

Pero, ¡oh sorpresa! Guadalupe no conocía esta ciudad, mucho menos Río Caoní, zona donde iba a trabajar. Al llegar al terminal, pendiente de su maleta, iba de un lado para el otro averiguando a la gente cómo llegar a Río Caoní. Había personas que no conocían. Pero, probablemente, por suerte o por un poder divino “justo” aparece un habitante de dicho lugar, Luis.

Luis se ofrece a llevarla. De Santo Domingo al Km. 48 (la Independencia) en la cooperativa de buses La Ranchera. De la Independencia a la Abundancia “jalando dedo”, ya que los buses solamente pasaban en la madrugada. De la Abundancia a la Caoní en caballo. Montada en el equino con Luis pasó el río Sábalo y finalmente a su destino, el Río Caoní.

En un pueblo. Lleno de casas de madera. Alumbrado por mecheros. La familia Loor recibió a la nueva profesora con un fuerte abrazo y una gran sonrisa en su rostro. Los Loor eran los que presidían la comunidad. Por lo tanto fueron los encargados de ofrecerle techo a Guadalupe.

Subiendo una escalera, Guadalupe, ingresa a un cuarto grande, considerado como casa. Donde las telas cumplían las funciones de muros. Dividían al espacio en sala, cocina y dormitorio tanto para los niños como para sus padres. Guadalupe tuvo que acostumbrarse a dormir en litera, con uno de los tres hijos de los Loor.

Antes de dormir, un plato de yucas con la infaltable guanta y unos muchines de choclo (tortilla con queso) con un negro café pasado, la señora Estersita Loor le dio a Guadalupe. Quizá, para ella, ésta también, era una forma de agradecimiento por su llegada.

El día siguiente comenzaba. Como en la mayoría de comunidades rurales, las escuelas eran unidocentes. Guadalupe impartía clases a chicos y grandes en una misma aula. Sus labores se desempeñaban en dos jornadas.
En la mañana se dedicaba a la enseñanza de matemática, lenguaje, sociales, naturales, dibujo y actividades prácticas. Por la tarde a dinamismos extracurriculares como labor a la comunidad y catecismo. Guadalupe en Río Caoní no era simplemente la profesora. Era la amiga y, a pesar de su corta edad, la segunda madre de los estudiantes. Era como “el ángel caído del cielo” que manifestaba Estersita.

Pasaron los días, los meses y los años, 8 en total. Guadalupe o “Lupita”, como le decían sus alumnos de cariño, se enseñó a usar letrinas, a lavar su ropa en el estero, a dormir con Jorgito, a vivir sin sus padres y sobre todo a valorar la independencia que tanto anhelaba.

Esa libertad que más que privaciones y “sufrimientos” fue una etapa única en su vida, llena de experiencias que le permitieron desde subirse a un caballo hasta ser el “ángel caído del cielo” en su nueva escuela (en la ciudad) y sobre todo en su hogar, con sus propias hijas.

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